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Para poner en marcha mi blog luismiles.com he hecho repaso de mi portafolio de historias en desarrollo. Las que podríamos llamar “de aventuras” son cuatro, y las cuatro se desarrollan en el pasado. Soy consciente de que escribir una “peliserie” histórica significa reducir las posibilidades de que un día llegue a producirse, así que me pregunté por qué ese empeño en rehuir el presente.

Fui uno de esos niños que descubrieron los libros leyendo a Salgari, Verne, Stevenson, London y compañía. Han pasado cuarenta años desde que merendaba bocatas de Nocilla, pero cuando me doy una vuelta por la sección juvenil de una librería sigo viendo las mismas novelas de aventuras del siglo XIX y principios del XX. Eso es una buenísima noticia pero, los lectores de historias de aventuras, ¿tenemos que conformarnos con la nostalgia? ¿Por qué es tan difícil encontrar en el mundo de hoy la aventura? ¿A dónde se ha ido?

Actividad al aire libre, 1863.

Veamos. Una aventura es, según la R.A.E., una‍

“empresa de resultado incierto o que presenta riesgos”. ‍

Y una película de aventuras, aquella que ‍

“centra su atención en los episodios sucesivos de una acción tensa y emocionante”. 

Claro. Una historia de aventuras necesita incertidumbre, riesgo, acción y tensión. Examinemos los cuatro ingredientes:

‍Incertidumbre. Dicho de otro modo: sin ignorancia no hay aventura. Para correr una aventura necesitamos ignorar qué hay más allá.

Riesgo. Es difícil imaginar una historia de aventuras en la que esté en juego un esguince de tobillo o una multa de la policía municipal. Tal como nos enseña la vieja máxima, el cine ha de ser “bigger than life”, así que me atrevo a decir que la aventura necesita un riesgo de muerte.

Acción física. Indiana Jones no puede vivir sus aventuras sentado en un sofá. Y la acción física por antonomasia es el viaje. No se me ocurre ninguna historia de aventuras en la que no haya un viaje.

Tensión. La tensión dramática es una especie de catalizador. En una historia de aventuras, el peligro ha de estar cada vez más cerca, o los personajes han de ser cada vez más conscientes de él. No cabe duda de que los limpiaventanas de rascacielos corren un riesgo, incluso mortal, pero no puede decirse que su vida sea una aventura. El riesgo procede de un hipotético accidente que no se hace más probable con el paso del tiempo.

Pero no considero “de aventuras” todas las novelas o películas que tengan incertidumbre, riesgo, acción y tensión. Otras características que ha de reunir lo que yo considero una historia de aventuras:

  • Se sitúa en el pasado o en el presente (el futuro lo reservo para la ciencia ficción).
  • En su argumento no intervienen elementos imaginarios ni sobrenaturales (los dragones, al género fantástico).
  • Su peripecia no se desarrolla en el marco de un acontecimiento histórico concreto (como en las películas históricas), ni en un episodio de una guerra regular (escenario del género bélico), ni en el mundo del crimen y espionaje (terreno del thriller).
El culebrón del verano de 1889.

Vale. Ahora que creo saber qué es una historia de aventuras, empiezo a adivinar las razones de la crisis de la aventura en el mundo de hoy.

¿Incertidumbre? Tenemos a la ignorancia acorralada. Todos llevamos en el bolsillo una puerta al conocimiento que contendrían cien bibliotecas. La tecnología se esfuerza día a día en eliminar la incertidumbre de nuestras vidas. Escribo esto en medio de una pandemia global que apenas podríamos haber imaginado hace un año, así que es tentador ser escéptico. Pero no ha dejado de ser cierto: cada día que pasa es un poco menos lo que ignoramos sobre nuestro planeta.

¿Riesgo? Sigue habiendo fuerzas de la naturaleza, microorganismos e incluso animales que pueden matarnos, pero el principal proveedor de riesgo de muerte para guionistas, la violencia, está de capa caída. Steven Pinker es posiblemente el autor que mejor ha estudiado el declive de la violencia en la historia humana. En su libro “Los ángeles que llevamos dentro” argumenta que el mundo es cada vez más pacífico:

“Cuando aceptas la evidencia del declive de la violencia, el mundo comienza a tener otro aspecto. El pasado parece menos inocente; el presente, menos siniestro.” 

Y menos fecundo para la aventura, añadiría yo.

En las historias de su juventud que me contaba mi abuelo (nacido en 1913) me llamaba poderosamente la atención que en aquella Galicia rural de los años 20 todo el mundo parecía tener una pistola en casa. La gente estaba tan familiarizada con las armas de fuego como hoy lo estamos con una bici estática.

Incluso la guerra, ese brutal parque temático de la violencia, va a menos. Autores como Ian Morris, en su ensayo “Guerra, ¿para qué sirve?”, sostienen que la guerra puede estar a punto de abolirse a sí misma. En resumen, cada vez es menor el riesgo de que recibas un flechazo si te topas con una partida de guerreros yanomami, y mayor el riesgo de que lo que hagan sea… bloquearte en Twitter.

Con el declive de la guerra y la “violencia civil” como potenciales escenarios de aventuras, es fácil comprender la inflación de crimen en la ficción televisiva. ‍

“Una muchacha es brutalmente asesinada en un pueblo donde nunca pasa nada, y donde nada es lo que parece”. No puedo más con este tipo de premisas. Estoy harto de brutales asesinatos, psicópatas, narcos y pueblos donde “nada es lo que parece”. ¿Pero cómo culpar a mis colegas escritores de televisión, si el mundo se nos ha hecho demasiado predecible y pacífico? E incluso el crimen, en todas sus variantes y en todos los países del mundo, está -felizmente- en retroceso.


¿Acción física? Durante milenios, el viaje fue sinónimo de aventura. En la Antigüedad, se consideraba el viaje casi un tránsito entre la vida y la muerte. Cuentan que un día preguntaron al filósofo Anacarsis (s. VI a.C.), al que algunos incluían entre los Siete Sabios de Grecia, si era mayor el mundo de los vivos o el de los muertos.

“A los navegantes, ¿en qué grupo los cuentas?”, 

se dice que contestó el sabio.

La gente veía con sorpresa el regreso a casa de un viajero/aventurero. Quizá porque pensaban, como los místicos chinos, que, en realidad:

“no hay regreso. Incluso todo regreso es una ida”.
El mundo de los griegos. Más estrecho, más fecundo para la aventura.

‍Es paradójico que la popularización del viaje haya acabado con los viajeros. Vivimos en un hiperbarrio: hacemos “viajes” de novios de 10000 kilómetros y, al parecer, han encontrado bolsas del Carrefour en lo más profundo del abismo de las Marianas. La tecnología está haciendo que posiblemente estamos conociendo las últimas aventuras en los polos, en selvas y desiertos. Si se estrella tu avión en un desierto y una tribu antropófaga desconocida te convierte en sacrificio humano a su dios, considérate afortunado. Eres uno de los últimos de una estirpe de aventureros que puede remontarse hasta Gilgamesh, hace 45 siglos.

Entonces, ¿ya no son posibles las historias de aventuras en el mundo de hoy? Creo que sí. Todavía sí. Tengo dos ideas de dónde buscarlas.

Estampa costumbrista, 1927

Si la aventura clásica necesita ignorancia, hoy podríamos explorar nuevas historias basadas en el exceso de información y en el déficit de atención.

Las interminables horas de lectura cambiaron la vida de cierto hidalgo manchego. ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido incapaz de concentrarse en algo más de un par de minutos? ¿Qué idea tendría del mundo alguien que lo conozca por medio de videos absurdos de Youtube de 1 minuto?

La otra posibilidad para mantener vivo el género de aventuras es buscar otros tipos de protagonistas. Si es verdad que el problema está en que conocemos demasiado bien nuestro mundo, busquemos personajes para los que todavía sea, o se haya convertido, en un misterio:

  • Niños. Para un niño de 6 años, el mundo está tan lleno de misterios como lo estaba para Marco Polo.
  • Ancianos. ¿Qué percepción tiene del mundo un nonagenario aislado?
  • Personas con algún tipo de deficiencia mental.
  • Lo que las clásicas novelas de aventuras llamaban “salvajes”: individuos de sociedades tradicionales. Una mujer korowai de Papúa perdida en en el Tokio de hoy…
  • Miembros de microcomunidades aisladas. Monjas de clausura que abandonan su mundo, monjes tibetanos que recorran las China postmoderna…

Y, ahora que lo pienso, nuestras “neoaventuras” no tienen por qué protagonizarlas humanos:

  • Animales
  • Muy pronto, robots “inteligentes”, más o menos antropomórficos
La rutina de la vida en pareja a principios de los 60.

Por lo que respecta a los guionistas, en la historia humana, cuanto mejor, peor. Las buenas noticias para la humanidad son malas para los escritores de historias de aventuras. ¿Tendremos que esperar a la colonización de nuevos mundos para conocer a los nuevos Phileas Fogg? No me atrevo a… aventurarlo.

Pásate por mi blog luismiles.com para enterarte de si por fin he encontrado la aventura.

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Por Luis Miles

Escritor para la pantalla. O comediógrafo tragicómico. Cuartel general: luismiles.com

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